Destroza
el alma, estar siempre en lo cierto. Ver a través de las paredes del
tiempo con claridad cristalina. Otra vez lo vio venir, pero otra vez
fue incapaz de prepararse. Es casi imposible esquivar las flechas que
lanza un tirador experto con la fiereza de la venganza, la pasión de
los recién enamorados y la tenacidad de un joven cazador deseoso de
probarse a sí mismo. Por supuesto, el lobo lo intenta. Finta a la
izquierda y siente el pelo volar libre en la dirección opuesta.
Finta a la derecha y nota el latigazo del pelo al volver a su
posición original. Casi pierde el equilibrio al realizar una
cabriola digna del circo, pero a más movimientos hace, más flechas
encuentra a su paso.
Duda
un instante y baja la guardia. Suficiente. La sangre se derrama sobre
la nieve que impide a la hierva crecer fuerte y sana.
No
es grave, se dice. Puedo arreglarlo. Confía en ello. Lleva toda la
vida arreglando los desaguisados que el arco de la vida le dispara
sin piedad.
Puedo
hacerlo, piensa. Se le quiebra la voz cuando intenta escupir el aullido al aire y se derrumba, internamente, sin dejar que ninguna
mirada pasee por su desdicha. La manada, cuida de ella. La manada, ha de sentirse orgullosa.
Por
primera vez observa la herida. Que mala pinta, piensa. Dejará una
cicatriz fea.
Le
pasa por la cabeza darse por vencido. A veces lo desea. Entregarse a
un nuevo código moral, propio y único, en el que todas las ideas y
preconcepciones, viejas y ajadas como sus cicatrices, no tengan más
impacto sobre él que el de un recuerdo, sombrío y lejano.
Quejumbroso.
Se
aleja. Busca un lugar donde tenderse y deja toda la rabia aflorar.
Toda la angustia, toda la frustración. Toda la pena.
Llora,
por vez primera desde aquel adiós. Deja vagar la mirada gris y
nubilosa en busca de consuelo. Quizá en la puesta de sol, que le
enseña lo efímero de su desazón en comparación de lo sempiterno
de su ciclo. Quizá en el frío, que duerme sus sentidos y lo arropa
hasta congelar sus lágrimas.
Nada
lo calma. Siente las sienes a punto de estallar, la garganta al borde
del colapso, las uñas se le entierran en la carne sin que pueda
controlarlo. Los ojos se le hunden y no puede evitar planteárselo
una y otra vez. ¿Por qué tanto sacrificio? ¿Cuando habrá descanso
para el lobo? ¿Cual es el sentido de todo esto?
Pretende
avanzar, pero la sangre, la nieve y el barro han creado un lodo que
se lo impide. Nota el sabor salado en los labios, tan familiar en
otro tiempo, mezclado con otro sabor metálico, inconfundible.
Tranquilo,
animal. Recuerda que todo pasa. Así lo decían sus mayores, así lo
decían hasta que se fueron. Hasta que lo dejaron solo.
Irá
bien, se dice. Solo será otra cicatriz en el tapiz de su piel. Otra
muesca en el revólver.
La
ve de soslayo. La diosa fortuna le sonríe, con
amarga ironía. ¿Qué habría de divertido en disponerte de lo más
preciado si no puedo jugar a quitártelo de entre las garras cuando
casi lo habías atrapado?
Todo
irá bien, lobo, no tienes alternativa. Ya se te ocurrirá algo, como
siempre.
Se
lame la herida, se pone en pie y devuelve la sonrisa. A la fortuna. A
la manada. A la puesta de sol. Al frío que lo azota sin compasión.
Avanza,
dejando tras de si un reguero heterogéneo difícil de distinguir.
Tan solo él conoce su origen, su significado.
Déjalo
ir, ya pasará.
Vuelve
a ser pétreo.
Vince
Vargen, the sadness of your maker hand.