miércoles, octubre 22, 2014

Cansado de tener razón

 Destroza el alma, estar siempre en lo cierto. Ver a través de las paredes del tiempo con claridad cristalina. Otra vez lo vio venir, pero otra vez fue incapaz de prepararse. Es casi imposible esquivar las flechas que lanza un tirador experto con la fiereza de la venganza, la pasión de los recién enamorados y la tenacidad de un joven cazador deseoso de probarse a sí mismo. Por supuesto, el lobo lo intenta. Finta a la izquierda y siente el pelo volar libre en la dirección opuesta. Finta a la derecha y nota el latigazo del pelo al volver a su posición original. Casi pierde el equilibrio al realizar una cabriola digna del circo, pero a más movimientos hace, más flechas encuentra a su paso.

Duda un instante y baja la guardia. Suficiente. La sangre se derrama sobre la nieve que impide a la hierva crecer fuerte y sana.
No es grave, se dice. Puedo arreglarlo. Confía en ello. Lleva toda la vida arreglando los desaguisados que el arco de la vida le dispara sin piedad.
Puedo hacerlo, piensa. Se le quiebra la voz cuando intenta escupir el aullido al aire y se derrumba, internamente, sin dejar que ninguna mirada pasee por su desdicha. La manada, cuida de ella. La manada, ha de sentirse orgullosa.





Por primera vez observa la herida. Que mala pinta, piensa. Dejará una cicatriz fea.
Le pasa por la cabeza darse por vencido. A veces lo desea. Entregarse a un nuevo código moral, propio y único, en el que todas las ideas y preconcepciones, viejas y ajadas como sus cicatrices, no tengan más impacto sobre él que el de un recuerdo, sombrío y lejano. Quejumbroso.

Se aleja. Busca un lugar donde tenderse y deja toda la rabia aflorar. Toda la angustia, toda la frustración. Toda la pena.
Llora, por vez primera desde aquel adiós. Deja vagar la mirada gris y nubilosa en busca de consuelo. Quizá en la puesta de sol, que le enseña lo efímero de su desazón en comparación de lo sempiterno de su ciclo. Quizá en el frío, que duerme sus sentidos y lo arropa hasta congelar sus lágrimas.
Nada lo calma. Siente las sienes a punto de estallar, la garganta al borde del colapso, las uñas se le entierran en la carne sin que pueda controlarlo. Los ojos se le hunden y no puede evitar planteárselo una y otra vez. ¿Por qué tanto sacrificio? ¿Cuando habrá descanso para el lobo? ¿Cual es el sentido de todo esto?

Pretende avanzar, pero la sangre, la nieve y el barro han creado un lodo que se lo impide. Nota el sabor salado en los labios, tan familiar en otro tiempo, mezclado con otro sabor metálico, inconfundible.

Tranquilo, animal. Recuerda que todo pasa. Así lo decían sus mayores, así lo decían hasta que se fueron. Hasta que lo dejaron solo.
Irá bien, se dice. Solo será otra cicatriz en el tapiz de su piel. Otra muesca en el revólver.

La ve de soslayo. La diosa fortuna le sonríe, con amarga ironía. ¿Qué habría de divertido en disponerte de lo más preciado si no puedo jugar a quitártelo de entre las garras cuando casi lo habías atrapado?

Todo irá bien, lobo, no tienes alternativa. Ya se te ocurrirá algo, como siempre.
Se lame la herida, se pone en pie y devuelve la sonrisa. A la fortuna. A la manada. A la puesta de sol. Al frío que lo azota sin compasión.
Avanza, dejando tras de si un reguero heterogéneo difícil de distinguir. Tan solo él conoce su origen, su significado.
Déjalo ir, ya pasará.
Vuelve a ser pétreo.

Vince Vargen, the sadness of your maker hand.

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